Cuenta una historia que hace muchos años, un joven se enamoró locamente de una voluptuosa y bella cortesana. Le confesó su admiración en varias ocasiones, pero ella, conocedora de los juegos del amor,
no le daba respuesta. El joven no cesaba en su empeño, y un día tras declararle de nuevo su amor, le dijo:
-Haría lo que fuera por tenerte adorable criatura.-Puedes tenerme-repuso la cortesana-, siéntate cien días en el jardín frente a mi ventana y si resistes, el centésimo día me tendrás.
El joven se sentó en el jardín frente a la ventana de su amada. Tan solo podía esperar. Era una experiencia desconocida para él, pues siempre estaba activo.
Los días fueron pasando, algunos claros y otros oscuros. Él esperaba. Se entrenaba en la espera sosegada, aunque había momentos de desfallecimiento inevitables.
Las nubes se deslizaban perezosas,por el cielo cambiante. El aroma de las flores perfumaba el ambiente.
El joven iba sintiendo, poco a poco, como su conciencia adquiría una cualidad distinta.
Al pasar las semanas ya no estaba nervioso, estaba aprendiendo a esperar con paciencia, atención y ecuanimidad. Ya no tenía prisa y la compulsión, el fuego del deseo que le quemaba por dentro iba remitiendo.
Además de esperar comenzó a estar y a ser y, lo que en un principio le costaba tanto esfuerzo, ahora lo disfrutaba como si se tratase de una experiencia deliciosa. Escuchaba el rumor del viento
y sentía en la piel la caricia de la brisa nocturna. Cada vez se sentía más sosegado, dichoso, lúcido agradecido a la vida y sobre todo, libre. Y cuando llegó el día 99, se incorporó y se fué.
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